miércoles, junio 05, 2013

Los falsos poderes sobrenaturales del Kung Fu de Shaolin



Publicado en EOC nº 63

 Viaje crítico al Templo de Shaolin en China



Llegué por primera vez a China en el verano del 92 con mi maestro Zeng Yü. Meses atrás había convivido conmigo, mientras organizábamos cursos por toda España. Durante ese tiempo tuve la oportunidad de aclarar muchas de mis dudas con  uno de los “lobos” (así le denominan allá a los de su alcurnia marcial) de estas artes. Zeng actualmente es rector de una de las dos universidades de Wu-Shu en las que entonces pude estudiar.

En aquel momento uno de los estilos que mas me fascinaban y quería aprender a toda costa era el archi famoso “Shaolín Chuan”, el estilo de los monjes guerreros. Mi maestro un poco contrariado cada vez que le pedía que me mostrase alguna de sus formas, me explicaba que no entendía mi excesiva insistencia; después de todo en los meses que estuve bajo su tutela me enseñó rutinas de todos los estilos más famosos del Kung-Fu; tanto los originarios de la montaña de Shaolín como los de la de Wu-Tang. 

Dentro del primero hay infinidad de estilos y subestilos, de los cuales pueden destacarse los famosos 46 sistemas, siendo practicado en aquella época cada uno de ellos en una cámara especializada. De todos destacan tres especialmente venerados: El Chang Chuan de origen musulmán anterior al templo, el Luo-Han, practicado por los monjes guardianes y el propio del templo de los abades, reservado a los pocos estos y custodiado en la primera cámara en celoso secreto. Por entonces yo solo conocía el primero, poco del segundo y nada del tercero y estaba ansioso por desentrañar sus secretos, así que finalmente mi obstinada insistencia dió frutos y el accedió a acompañarme en un viaje que, sin esperarlo, se convirtió en auténtica peregrinación a las fuentes. 

Después de un agotador viaje en tren desde Peking bajamos en Chenchou, la comarca del templo. Allí nos aguardaba el comité de recepción de la Federación local de Shaolín, compuesta por un conductor que se puso amablemente a nuestro servicio, dos profesores de Kung-Fu/Wu-Shu y el presidente de la misma, además de un periodista que cubrió la crónica de mi visita para varias revistas y la televisión. Nuestro propósito era visitar ambos templos junto con la antigua capital del imperio Luoyang (la montaña de los tres mil budas).

Tras de numerosas recepciones comidas, cenas y agasajos de personalidades locales, el segundo día nos dispusimos  a visitar la tan ansiada “meca del Kung-Fu”. Cuando llegó nuestra furgoneta lo primero que me sorprendió fue la inmensidad de terrenos alrededor de la montaña sagrada que adornaban sus faldas: decenas de escuelas plagaban el campo circundante con sus practicantes al aire libre con sus trajes multicolores. Cada una de ellas con un estilo y un maestro que sin duda pululaban por allí no precisamente buscando la paz interior del silencio sino mas bien el bullicio de la fama. Fue mi primer choque cognitivo que, como un flash inicial deslumbró mi ya maravillada y a la vez perpleja vista. Me sentí mas sumido en una ciudad deportiva, de ambiente casi cinematográfico que en el ámbito del misterio que tanto añoraba.

La primera visita fue al instituto que el gobierno chino construyó al lado para dar albergue a los miles de estudiantes chinos y extranjeros que cada año acuden allí a estudiar, o simplemente van en paquetes turísticos organizados por agencias para visitarlo.    

 En   el    pudimos     presenciar   diversas exhibiciones. Ingenuo de mi, yo aún creía que un monje no se exhibía, y que sólo hacia “demostraciones”, como me había aleccionado mi primer maestro. En uno de esos lapsos, movido por la curiosidad al ver todo el séquito que me rodeaba, uno de los monjes con su túnica se acercó a mi y con actitud que me pareció intimidatoria me espetó: “Enseñame tu Chuan…” a lo que accedí procediendo a realizar una de las formas que conocía. Creo que en sus rostros inexpresivos, acostumbrados a ver de todo, había cierta mueca de aprobación aunque no se si tanto por mi buen hacer como por su incuestionable interés en conseguir un billete para occidente… Segundo choque cognitivo: yo creía que su paz espiritual excluía viajes o visitas turísticas y más aun el apego y afán de protagonismo tan paradigmático de la escuela Zen que se originó entre esas piedras. 

Terminamos el acto sacro con un dolor de huesos y un cansancio que nos propusimos aplacar en el autoservicio anexo al instituto, al que nos acompañó nuestro amigo el monje, provisto de su gorra-visera acomodada en su pelada cabeza al más puro estilo de un rapero. Poco después manducábamos ansiosos: por primera vez, donde menos lo esperaba, ¡había comida occidental! Toda una delicia para mi ya descompuesto estómago, castigado con honrosas recepciones en las que lo sometíamos a duras pruebas gastronómicas, con especias y licores de brindis que me hacían desear volver a los rigores de los tatamis. ¡Ay¡ aquel guerrero del desapego miraba con ojos saltones el banquete que sin duda por su humilde condición no podía permitirse… ese fue el principio de una corta pero fructífera amistad. 

Después de interminables sesiones  de fotos, preguntas, presentaciones y etílicos brindis (en Shaolin como buenos monjes fabrican un licor, creo recordar de 60º), por fin nos dirigimos hacia La Catedral del Arte Marcial. Tal como había presenciado centenares de  veces en los numerosos artículos y libros publicados en occidente (siempre debidamente despejadas en un ambiente solemne y solitario) llegué ante sus puertas, pero esta vez rodeadas de decenas de turistas y periodistas. Estas abrieron para nosotros, antes de la hora de visitas, para poder realizar mi sesión fotográfica, precedida

de un paseo por el que me mostraron todas sus dependencias. Siempre acompañado por el ex­-abad, un hombre de unos setenta años muy amigo de mi maestro. En peregrinacionalasfuentes.blogspot.com  pueden verse muchas de las fotos disparadas allí, aquel día. Ellas son testimonio de lo que aquí relato, tanto en lo que respecta a la grandeza de ese monumento, como a la evidencia de su huella turística y sensacionalista.

Durante la sesión, mientras filmaba sus adentros con mi cámara, de repente un manotazo inesperado sacudió esta tirándola al suelo… perplejo al volver la mirada vi a un anciano ataviado de monje profiriendo enrojecido de ira todo menos mantrams o letanías budistas de la paz. Los turistas que ya circulaban por entre las figuras se quedaron helados de vergüenza ajena mirando hacia mi. Inmediatamente apareció un individuo vestido con un modesto traje gris (camuflado como uno de los barrenderos) que al final resulto ser (según me explicaron después) uno de los tres “verdaderos monjes” que por entonces vivían allí. 

Con un gesto severo ordenó retirarse al iracundo monje que, ya calmado, había dejado de “levitar”, bajando sus humos. Al parecer el motivo de su enfado era que si yo filmaba todo aquello que estaba vedado para los turistas, sin duda los occidentales dejarían de ir allí y peligraría su trabajo. Otra disonancia aunque ya perdí la cuenta esta vez, pero sin duda empezando a simpatizar mas con la realidad: los campesinos de la zona sobrevivían al amparo del mito disfrazándose de su pasado. El gobierno chino muy consciente de lo que esto representaba en Occidente, ya desde décadas anteriores por obra y gracia del malogrado Carradine, no perdía punto ni pelota en el juego. No sólo erigiendo en este, como en tantos otros templos de sabiduría, lugares turísticos capaces de captar dividendos para su creciente imperio. No importa que en un gobierno, que tiene de todo  menos de budista, haya que enviar campesinos disfrazados de monjes a realizar exhibiciones por todo el mundo para dignificar estos, no precisamente a cualquier precio… Ni que decir tiene que como otros templos del saber, empapados de historia viviente, merece la pena visitarlo, pese al manotazo que rompió mi cámara. 

No digo desde aquí que el espíritu de Shaolin haya muerto, nada más lejos, pues los mitos como todos sabemos nunca mueren. Pero en todo mito hay dos partes, una inmortal que nace y crece en las conciencia de los que lo reviven y otra más terrenal que se multiplica siguiendo no necesariamente los caminos más espirituales. El templo del que aquí hablamos con toda su grandeza y esplendor es hoy una reliquia más de las que nos lega la antigüedad. Un cascarón vacío de una historia ya pretérita y de unos modos de vida ya anacrónicos que poco sentido tienen en la sociedad moderna. Intentar adaptar el mito a la realidad moderna es matarlo, tergiversar el recuerdo de sus hechos, nada mas contrario al ímpetu original de quienes tuvieron el privilegio, o la desgracia, de protagonizar hechos heroicos que, como en todos los mitos, terminaron siendo borrados (léase inmortalizados) por el fuego de la posterior invasión manchú.   

Desde entonces, por mucho que los gobiernos y los “maestros” se empeñen en lo contrario,  el mito del “monje guerrero” es eso, un mito (mas real si cabe que la realidad) que pervive no en las piedras ni en los abalorios y túnicas de los budistas, sino en el sello endeble que este arquetípico estilo ha legado en cientos de sistemas marciales de los que es origen y a la vez esencia. Ser un Shaolín, como ser un Samurai o un Templario (arquetipos marciales vivientes de sus respectivas culturas donde la espada y la cruz se unen) modernos, es entender esto y vivirlo en el plano que le corresponde. Todo lo demás no es sino escenificación, película, teatro y, sin desestimarlo, no merece más valor que ese.
 
Vemos como muchos maestros, como salidos de un circo, se empeñan en hacer famosa su práctica a golpe de ladrillos rotos en la coronilla, de cuchillo doblado bajo la muda garganta, de espinazo casi roto a base de faquirismos que solo conducen al engaño del neófito. Ser “un Shaolin” nada tiene que ver con eso. Es mucho mas sencillo y a la vez mucho mas profundo: el ejemplo viviente de ellos no fueron sus cabezazos en losas de piedra ni lengüetazos en hierros al rojo, sino de de aquellos pocos que, como en las Termóphilas, aunados por tu valor, hicieron frente a muchos. Es el heroísmo guerrero  unido   al espíritu  religioso  el  que   triunfa inmortal ante los siglos perviviendo en las conciencias de los que, en sus movimientos, encuentran dia a dia ese hálito. 

Ellos no necesitan levitar ni retar el fuego, saben que la batalla es elevarse dia a dia sobre sus propios pies y no dejarse consumir por el ardor o la pasión de las modas marciales o no...

Carlos Fernández
Maestro de Artes Marciales

domingo, junio 02, 2013

Manuel Carballal y Lorenzo Fernández CRONICAS DEL MISTERIO nº 36: Médiums artistas

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